jueves, 26 de junio de 2008

Fundamentos epistemológicos de la Educación

La reflexión sobre la ciencia como reto y apuesta institucional

Dr. Antonio Tudela Sancho
antitudela@gmail.com

A menudo, los profesores de filosofía nos vemos obligados a enfrentar nuestra tarea desde cierta «marginalidad» institucional. En el entorno de la educación superior, en creciente complejidad y especialización, se tiende a ver los contenidos epistemológicos como «introductorios», como generales, preparatorios o propedéuticos. Luego, importantes en un discurso que prime la excelencia académica y el acceso escalonado, gradual, a la misma, pero siempre sujetos y secundarios respecto a saberes específicos, ulteriores, «serios» –por emplear cierta terminología de ya larga data en nuestra tradición cultural–. En resumen: institucionalmente, se prestigia la reflexión y la filosofía (en su desglose académico: epistemología, ética, estudios culturales...) al nivel del discurso, pero se encaran en la práctica como estudios «light», excesivamente teóricos y, por tanto, de espaldas a la concreción y la «realidad de las cosas». Vendrían a ser la guinda o los adornos de la torta: necesarios y elegantes, pero en definitiva poco substanciales.
Lo anterior es una constatación empírica (pero, inevitablemente, una opinión personal, subjetiva, objetable) de la general actitud y dinámica de las instituciones educativas universitarias. No creo que sea el caso del Instituto Superior de Educación «Dr. Raúl Peña». En el marco de su Programa de Maestría en Educación, hemos podido desarrollar un módulo de fundamentos epistemológicos de la educación en que el rigor e interés han sobresalido desde un primer momento a diversos niveles: tanto en el público matriculado como en la coordinación de postgrado, tanto en los intereses y esfuerzos personales como en las miras e inquietudes que definen una práctica y un sentido institucional. A la postre, todo esto es la base que posibilita que un aula pueda (inter)actuar como una reunión de «amigos» (en esa vertiente clásica que habla de una amistad por el conocimiento: único modo de establecer también lazos éticos, de construir la comunidad humana), que una lección académica se transforme en una verdadera experiencia, capaz de alterar y enriquecer los horizontes de quienes en ella participan. Como profesor, pienso que esto se ha dado, y dejar por escrito en estas pobres líneas mi gratitud es una tarea necesaria, responsable. También, ante todo: gratificante.
Pero, ¿cómo afrontar, cómo poner en marcha una epistemología de la educación que responda en debida forma a esa petición, a esa búsqueda de experiencia? Ante todo, huyendo de los tópicos académicos y de las constricciones de los manuales al uso. Reflexionar sobre la ciencia en general, y sobre lo que llamamos con mayor o menor acuerdo «ciencias de la educación», implica aceptar la imposibilidad de llegar a una meta en el plazo corto tanto como en el medio y largo. Significa asumir de entrada que nuestra deriva tiene mucho que ver con el «errar». Parafraseando lo que Gilles Deleuze afirmaba sobre la escritura, sólo podemos abordar en el aula aquello sobre lo que no se sabe, o lo que se sabe mal. Nuestra mirada tendrá que preservar su apertura a un horizonte sin límites: único modo de no exponerse a los de unas anteojeras que ya nos tracen de antemano la perspectiva. Porque, ¿para qué viajar, si ya conocemos la meta? Sólo así nos es posible poner en comunicación los grandes nombres de la epistemología contemporánea (baste con señalar a Popper, Kuhn, Lakatos o Feyerabend) con los «clásicos» de nuestra tradición de pensamiento: Platón, Aristóteles, Kant, Nietzsche... Pero sin cortapisas ni prejuicios, sin ceder tampoco a los gestos académicos establecidos. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, Martin Lutero y la Reforma con la deriva de la ciencia y los fundamentos de la educación actual? ¿Qué, la ley mosaica, la muerte envenenada de Sócrates o el saber práctico renacentista de la magia astrológica con el «anything goes» de los supuestamente relativistas anarquistas postmodernos? ¿Por qué poner en relación artes como la literatura o la pintura con la teoría de la ciencia novecentista? ¿Por qué tratar de asediar los grandes cambios históricos, tanto económicos y políticos como religiosos y morales, cuando se trata, en definitiva, de hablar de las bases científicas de nuestro quehacer profesional? O planteado con las apuestas más formales de nuestro seminario: ¿por qué es válido, una necesidad de hecho, establecer relaciones superlativas –por erradicar las comparativas– entre el concepto de «paradigma» típico de Thomas Kuhn y el de «episteme» foucaultiano...?
No se trata de confundir los géneros, ni mucho menos de hacer de la epistemología un simple repaso –por más complejo que sea– por la historia de nuestro mundo, especie de reducción de la materia a una «cultura general». Por muy necesaria que fuera tal revisitación, ello sólo nos conduciría a las circunstancias que criticamos en las primeras líneas. No. Se trata de otra cosa. Tal vez de una «solicitud», en el sentido que tal palabra tiene etimológicamente: una remoción del suelo, un tirar de la alfombra de nuestros saberes adquiridos, tan costosamente acumulados. Pero no para despreciarlos, sino para comprender qué intereses en juego, qué apuestas encubiertas, qué reglas nunca contradichas hay entre las bambalinas de nuestro pensamiento, entre las tramoyas de nuestro quehacer cotidiano, tantas veces automatizado. En definitiva: se trata de darnos la vuelta, de sabernos como «sujetos». Y para ello es preciso quedarse un tiempo en el aire, arriesgarse a la pirueta sin suelo, red ni control. Quienes algunas vueltas, algunos rodeos dimos en estos meses de abril, mayo y junio en el módulo de fundamentos epistemológicos de la educación, aquí en el ISE, lo sabemos. O más exacta, más modestamente: comenzamos a vislumbrarlo.